domingo, 18 de noviembre de 2007

Desasosiego


Después de hacer el amor le gustaba hablarle de sus antiguos amantes. Sentada sobre el pecho de su esposo y contemplando con pena incierta su rostro satisfecho y agotado, le relataba sus viejos amores, sus encuentros adolescentes con el hombre de infinitas cicatrices en el rostro, el cual lamió como nadie su espalda desnuda a la vez que la penetraba con una espada, mientras le cantaba la marsellesa o silbaba Let it be, no sin antes empujarla contra los espejos, romperle el rostro en mil pedazos para demostrarle que el orgasmo es la destrucción de uno mismo, la aniquilación de las infinitas repeticiones. Pero también hubo noches en las que le habló del francés tatuado que conoció durante un viaje en barco en su primera juventud. La mujer solía hablar con regusto cómo el marinero le tocaba con sus dedos las piernas hasta hacerla estallar de placer o cómo le mordía la nuca cuando se bañaban desnudos en la piscina durante las fiestas nocturnas en la popa, mientras ella se imaginaba a cien caballos pisoteando su cuerpo, convirtiendo esa masa de carne ígnea en polvo y sudor, en una aglomeración barrosa digna de ser trastocada en oro o estiércol. Otras noches le hablaba del pintor sifílico con rostro de niña púber; algo triste le contaba cómo aquella morisqueta de hombre era incapaz de infundir goce, y, a veces, cuando era arrastrada por la verdad y la rabia, le relataba las madrugadas en que seducida por un macabro impulso le introdujo los dedos en su culo y entonces la niña púber se sintió mujer y lloró al percibir la calma extraña, el ardor femenino del ahondamiento, de la redentora invasión. Pero las historias que el esposo más disfrutaba eran las de Black Jack, el enmascarado de los callejones. En un principio la mujer se esforzó en contar con detalle estas historias para que su esposo adquiriera las mañas de Black Jack, pero el esposo no pensó jamás en imitar a Black Jack; le gustaba escuchar sus aventuras, admiraba cómo con su cola de dragón arrancaba la lengua de sus amantes o cómo con sus garras de águila le desgarró alguna noche los pezones o cómo en una glorieta sin nombre la ahorcó con sus propios cabellos sin que ella se diera cuenta que se transformaba en nada, en un desollado cadáver, en carne ardiente pero descompuesta entre sus brazos.
Al terminar siempre sus historias, la mujer, muerta de risa, encendía la luz. Mientras se vestían, el hombre observaba cómo el cuerpo de su esposa tantas veces mal profanado iba convirtiéndose nuevamente en el simulado templo de la creación y destrucción. Pensaba en desnudarla, en golpearla, en transformar ese cuerpo aparentemente digno en una historia horrenda, en un recuerdo de pesadilla, decididamente erótico. Sin embargo no se atrevía a nada. Sólo la miraba de reojo, y algunas noches cuando se sentía a punto de desfallecer, con voz quebrada, decía:
—Era un buen tipo Black Jack, y ese francés y el del las cicatrices y la niña púber, ¡vaya! qué tanto te enseñaron. Deberían coronarlos. Sólo ellos te supieron mostrar cómo no es un hombre. Alguien debería rendirles un homenaje.
La mujer reía y le pasaba una mano por la cara. Él, desesperado y desnudando su pena, le mordía la mano y ella soportaba el dolor hasta que veía en la mirada de su esposo los pensamientos más siniestros y a la vez dulces, las ideas soterradas y mil veces negadas en las cuales era ella tomada de los cabellos, penetrada con espadas, cortada la cara con pedazos de espejos rotos y abandonada en un páramo desierto al ataque de buitres y gallinazos. Y cuando acababan, cuando sus miradas recuperaban su disciplinado rigor, su candorosa inquina, ambos caían nuevamente sobre el lecho sintiendo en su bajo vientre, en lo más hondo del pecho el adormecimiento fatal del desencanto, el descansado pataleo de la bestia fugaz e indomable del cruel amor y el desasosiego.

1 comentario:

Miguel Ángel Sanz Chung dijo...

Este relato es brillante, amigo mío.
Verás que el tiempo le dará la importancia que merece.

Miguel.